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Adiós, Pollito. Hola, pecado nuevo.

Nunca he tenido buena suerte con los amarillos. Ni en flores, ni en ropa, ni, al parecer, en coches. Pollito —así llamaba al Mustang que me prestó Riku Kitsu— era de ese amarillo chillón que gritaba “mírame” incluso de noche, y lo peor es que yo le hacía caso. Esa noche también lo hice. Una curva cerrada, una farola traicionera, y voilà: Londres amaneció con un nuevo adorno metálico en una esquina de Camden.

Podría decir que fue culpa del suelo mojado o de un gato que cruzó en el momento menos oportuno, pero sería mentir. Fue culpa mía. O más bien de esa sensación idiota de inmortalidad que se tiene a 150 km/h cuando todo lo que te duele parece curarse con velocidad y ruido. Pollito murió como vivió: rugiendo, brillante, y dándome la razón en que lo bonito nunca dura.

A Riku Kitsu le prometí que “me encargaría del asunto”, y lo hice. No me preguntes cómo, ni a quién tuve que convencer —ni con qué—, pero digamos que ciertos favores abren puertas… y garajes. Días después, otro Mustang, gris como el humo y con menos escrúpulos que yo, esperaba frente a su portal. No es un Pollito, no canta ni brilla. Es más bien un depredador en reposo. Y en el silencio de su motor, juro que escuché un “te perdono”.

Así que aquí estoy, con el pecado aparcado en la puerta, las manos oliendo a gasolina y el recuerdo de un coche amarillo que nunca volverá a rugir. Le he dejado las llaves sobre el capó, con una nota que dice: “No todos los ángeles tienen alas. Algunos llevan ruedas nuevas.”

Ahora solo falta una cosa. Mañana por la noche, en los muelles, a las tres. Riku Kitsu, tenemos que bautizar al nuevo juguete como se merece: con humo, gritos y la policía pisándonos los talones.