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El silencio del jet privado siempre me resulta extraño. No hay voces desconocidas, ni el bullicio de los altavoces; solo el murmullo suave de los motores y el crujido del cuero bajo mis manos. Me sirvo un café poco después del despegue, y mientras el avión ascendía entre nubes doradas, sentí cómo el peso de los últimos días comenzaba a disiparse.

A través de la ventanilla, el mundo parecía detenido. Desde aquí arriba, las ciudades son apenas manchas de luz, y las carreteras, finos hilos que se pierden en la oscuridad. Pensé en lo lejos que había estado, no solo en distancia, sino en tiempo y en alma.

Viajar solo tiene su encanto: nadie me habla, nadie me distrae. Solo yo, el cielo y el rugido constante del aire cortado por las alas. Pero también hay un vacío en esa calma perfecta, una ausencia que solo el hogar puede llenar.

Cierro los ojos e imagino el momento del aterrizaje: el olor familiar al salir del aeropuerto, la brisa tibia, las voces que reconozco sin ver. Mi hogar no es grande, pero me espera. Y mientras el jet comienza a descender suavemente, me doy cuenta de que, aunque haya cruzado océanos y países, siempre regreso al mismo punto: ese lugar donde el silencio también tiene nombre.